Ha llegado el día en el que se tuercen voluntades. Aquellas, inquebrantables entonces, han sido cercadas por paredes y penares, rendidas por acoso, doblegadas con sumo empecinamiento.
Es un cuatro de marzo, Josefina ha acudido temprano a la puerta de la enfermería, tiene ansia por ver a Miguel, por cogerlo de las manos frías, por aliviarlas. Viste de negro y va tocada con velo de ceremonia. Miguel está tendido en el camastro, su vista está nublada por una bruma cenicienta en la que apenas percibe sombras negras. Son sombras de sotana, como las de aquel cura verdugo de Ocaña, “Más negro, más, que la noche, menos negro que su alma, …”[i]
El padre Vendrell[ii] sonríe ligeramente, su voz meliflua esconde una ira satisfecha por la humillación que se va a perpetrar. El oficiante será el capellán de la cárcel, pero el que correrá tras los laureles del triunfo a comunicar la nueva a Luis Almarcha será él: Miguel, cautivo y desarmado, por la iglesia se ha casado.
La Ley de 12 de marzo de 1938 fue publicada por el gobierno de Franco con la intención explícita de derogar la Ley de matrimonio civil, de 28 de junio de 1932. En la práctica, dejando sin efecto los matrimonios no canónicos celebrados en tiempo de la república y la guerra civil, como era el caso de Miguel y Josefina.
Es la iglesia la que exige a la dirección de la prisión que se aplique con rigor lo que dictan leyes y reglamentos, la moral cicatera y mezquina que impide visitas de mujeres no familiares a los presos. Un nuevo ejemplo no solo de complicidad con el ensañamiento con el que se ejerció la represión, sino de ser parte activa del engranaje cruel, opresor, inquisitorial; eso sí, bendiciones mediante, aunque fueran antes del tiro de gracia.
El chantaje ya se ha puesto en evidencia, Josefina ha perdido su condición de esposa y no se le permite pasar a ver a Miguel hasta la enfermería; Miguel ya no puede levantarse para apenas presentirla. El remedio queda en manos de un sí quiero de la pareja para celebrar matrimonio religioso. Será un matrimonio in articulo mortis. Uno de los contrayentes cumple el requisito básico: en su condición, está próximo a una muerte segura. El consentimiento libre, sin ningún tipo de coacción, ya es otra cuestión que bien puede obviarse en aras de la causa mayor: la humillación.
Josefina se lo ha propuesto como último recurso y Miguel contesta en una carta sin fechar y posiblemente dictada a un compañero de la enfermería, por su imposibilidad ya para escribir:
“De lo que me dices de si es por voluntad mía o no, te digo que no. Lo que para mí es una gran pena, para ti es una alegría.
Concluye con la ironía que nunca le faltó: “Total, que a estas horas, somos una pareja de tórtolos. Besos para mi hijo. Te quiero.”
Apenas sobrevive enfebrecido, pero es consciente de que el trámite matrimonial tal vez alivie de pena a Josefina y legue más seguridad a su hijo. No es una renuncia, ni una rendición, porque para él, llegado este momento, “al fin, esto no tiene importancia por ahora”. Es un reconocimiento de quien ya ha asumido que no saldrá más de aquellos silencios y aquellas lobregueces.
Llegarán después los días que arrasan el rostro como ráfagas de mar que limpian las heridas, “la del amor, la de la muerte, la de la vida”[iii]; entonces, tanto tiempo presagiado en la madrugada del hombre, lo encontraremos que ha “muerto sonriendo serenamente triste.”[iv]
[i] De un poema compuesto por un grupo literario de la cárcel de Ocaña en el que participó Miguel Hernández. Eutimio Martín. El oficio de poeta. Madrid: Aguilar. 2010
[ii] Tristemente famoso sacerdote de Alicante por el maltrato y las continuas vejaciones y ultrajes a los presos.
[iii] Del poema “Legó con tres heridas”, del “Cancionero y romancero de ausencias”.
[iv] Estrofa del poema “El niño de la noche” en poemas del ciclo de “Cancionero y romancero de ausencias”.
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