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  • Foto del escritorLUIS MIGUEL MIÑARRO

A modo de epílogo


Resulta evidente que Miguel sigue presente y que a pesar de su injusto destino de trueno, de soledades, cárceles y muerte, este desvarío no nos ha privado de encontrarnos como pueblo que espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo.[i]

Hemos concluido este trabajo sabiendo que el poeta no ha quedado olvidado en el nicho de un cementerio, o de una biblioteca, conociendo que su cuerpo descansa ahora en un lugar ennoblecido como alicantino ilustre, junto a Josefina y su hijo. Sabiendo que su pérdida, tan prematura, nunca será reparada, pero que pasará soplado como viento del pueblo para conducir nuestros ojos y nuestros sentimientos hacia las cumbres más hermosas.[ii]

Muchos fueron los que se empeñaron en ahogar su voz, pero más fueron los que guardaron, conservaron y divulgaron su palabra. Una obra que resulta difícil de entender si no se conoce también su vida. Aquella no mantiene un tono autobiográfico, pero se acompasa indisociable de sus circunstancias, a golpe de existencia rebelada contra las herrumbrosas lanzas que incesantemente lo acosaron. Es el hombre que cultivaba esperanzas a base de derramar poesía por donde quiera que fuese, por puro empeño de ser poeta, porque su voz irrumpe del mismo venero que los poetas.


Con Miguel existirá siempre una deuda por reconocerlo y, sobre todo, por leerlo. Con ese propósito se ha compuesto esta serie. Es un sencillo tributo que invita a revisitarlo, para volver a acompañarlo en ese nuevo sino, que es el de ser universal; porque universales son sus temas, como las tres heridas: la del amor, la de la vida, la de la muerte.


Los distintos artículos, por lo tanto, se han ido tejiendo intentando conjugar referencias vitales con su obra; guiando al lector a través de citas textuales con otras que han sido recreadas no quedando exentas de ciertas licencias; lo que nos ha permitido encontrar a un Miguel de firmes convicciones, muy coherente entre lo que vive y lo que piensa, lo que siente; que va al sacrificio en amalgama entre el hombre y el símbolo.


Volver a leer a Miguel ha supuesto buscar más allá de las lecturas convencionales, sumergirse en lo cotidiano de sus cartas, encontrarse con los personajes de su teatro, con sus héroes, ya sean enhiestas palmeras, murcianos de dinamita o dinamiteras. Es dolerse con él, es burla y alegría, es enamorarse y romperse de amor, es poblarse de yugos, de sombras y de penas, pero también de destellos lunares, de luces mediterráneas, de ruiseñores y limones.


Sirva para ello buscar las referencias que se señalan al final de cada capítulo, indague y permítase la dulce agitación de conocer a un Miguel Hernández ya esquivo del carnívoro cuchillo y del rayo y que atesora un legado tan inmenso, tan intenso, tan profundo, tan apasionado, porque ha trascendido la materia y llega al alma y al espíritu de cada persona, emociona cada vez que se le invoca.


[i] En la dedicatoria de “Viento del pueblo” a Vicente Aleixandre.

[ii] Id.

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