Miguel Hernández es telúrico, terrenal, herido minotauro encerrado en Orihuelas primero, luego en ausencias, en dédalo de celdas, sumarios y condenas; y en la tierra está, desamordazado a golpe de Nerudas y Aleixandres, de combatientes elevados en palmeras que otean las marinas y las sierras, de apartes campesinos, de sueños de libertad.
Federico es lunar sobre cielos de abismos y barrancas[i]. Su voz ya resonaba clara y primorosa con su agitada alegría cuando Miguel apenas aspira a ver la luna desde su huerto, su higuera, su redil.
Miguel admira profundamente a Federico, se han reconocido en Murcia, en 1933 y, cordial, este lo invita capoteando con un “escríbeme”. Y le escribe, entre desesperado e iracundo, reclamando su atención, sus elogios, su comprensión. “Federico: no quiero que me compadezca; quiero que me comprenda”[ii] ya que hubiera podido expresarse con él en los mismos términos que ya lo hiciera con Juan Ramón Jiménez: “No tengo culpa de llevar en mi alma una chispa de la hoguera que arde en la suya …”.[iii] Federico lo ignora, apenas le deja un cumplido y desiste así de una relación que se quiere, por parte de este, agria, distante, ajena.
Paradójicamente, si Federico es el poeta lunario, Miguel es “perito en lunas” porque para él la luna representa la voluntad poética que le impulsa a escabullirse de su destino, trajinando entre elementos cotidianos y vulgares, ubres, retretes, norias, horno y luna para convertirlos en pura orfebrería tallada en octavas reales. Una especie de redención, de realidad sublimada a la que aspira como mártir, envuelto en la disciplina de las palabras, las rimas, las metáforas.
Con “Perito en lunas” la crítica enmudeció o ignoró y los lectores se espantaron perdidos en un hermetismo que no supieron interpretar, comprender. Miguel, entre ciclón y tolvanera, escribe a Federico lo siguiente: “Usted sabe bien que en este libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas, que es un primer libro y encierra en sus entrañas más personalidad, más valentía, más cojones –a pesar de su aire falso de Góngora – que todos los de casi todos los poetas consagrados, a los que si se les quitara la firma se les confundiría la voz.”[iv]
Miguel es ya toro humillado, orgullo malherido, desilusionado, y escribe: “Tanto aprendo aquí, que creo que hasta estoy aprendiendo a dejar de ser poeta”.
Claro, dejar de ser poeta hueco, penacho, vanistorio, para ser “minero de poemas para ver en sus etiopías de sombras sus indias de luces”[v], para ser como el toro corazón desmesurado, para propagar emociones, desatar tormentas, desañudar injusticias.
Tal vez, Federico no supo entenderlo o no quiso; tal vez se vio concernido, rivalizado por ese poetilla rústico, vulgar y supuestamente vanidoso. El toro y la luna no se quieren. En el entretanto, se lo han llevado y Miguel, como el toro noble, vuelve y vuelve, lo admira y lo admira, y como el mar también elige y lo transporta como Viento del pueblo:
“Por hacer a tu muerte compañía,
vienen poblando todos los rincones
del cielo y de la tierra bandadas de armonía,
relámpagos de azules vibraciones.
Crótalos granizados a montones,
batallones de flautas, panderos y gitanos,
ráfagas de abejorros y violines,
tormentas de guitarras y pianos,
irrupciones de trompas y clarines.[vi]
[i] Imagen tomada del soneto I de “Imagen de tu huella”
[ii] En carta a Federico García Lorca, desde Orihuela, de fecha 10 de abril de 1933
[iii] En carta a Juan Ramón Jiménez, desde Orihuela, noviembre de 1931.
[iv] En carta a Federico García Lorca, desde Orihuela, de fecha 10 de abril de 1933
[v] “Mi concepto del poema”. M.H. Prosas
[vi] De elegía primera. A Federico García Lorca, poeta. En “Viento del pueblo”.
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