Es final de agosto, de 1937. Miguel acaba de afeitarse la cabeza y componer su nueva indumentaria, un tanto estrafalaria, de civil venido a menos con botas militares. Es la imagen con la que llega a la URSS para asistir a los actos del V Festival de Teatro Soviético junto a la delegación cultural del gobierno de la república.
Ha publicado “Perito en lunas” y “El Rayo que no cesa”, está en ciernes “Viento del pueblo”. Es poeta reconocido ya, poeta-soldado en el frente, poeta del compromiso; no obstante, acude allí en su condición de dramaturgo. No en vano se ha pensado en él para dirigir La Barraca, tras la muerte de Lorca. Explorar las tendencias, los -ismos y el teatro experimental soviético es su misión.
Se le reconoce como héroe de guerra, es un defensor de Madrid, lo que está unido al imaginario del pueblo soviético junto al “no pasarán”. El pueblo y los artistas lo agasajan con vodka y huevo duro, que prefiere al caviar y al champán con lo que lo hacen las autoridades, y que destila tanto clasismo, ¡cuánto elitismo! En lo primero encuentra más espacios de libertad, de autenticidad; en lo segundo, cierto desencanto y mucha nostalgia de su España, de su Cox, de su Josefina: “Parece que me encuentro en otro mundo y sólo tengo ganas de volver”. Tal vez, también llora en la soledad de su cuarto, desea que todo hubiera sido un mal sueño que hubiera preferido no tener: “Tengo ganas de olvidarme un poco de las cosas que me rodean en la guerra y aquí, y de pasarme el tiempo sólo contigo. Si se acabara pronto la guerra, sería lo mejor.”[i]
La actividad es frenética, de una recepción a una entrevista en los periódicos, del teatro a los museos; de Moscú a Kiev y Jarkov, a Leningrado; todo medido, guiado, programado en aras de la revolución, de ese collage surrealista, “tempestad de pasquines y panfletos, fango, tinieblas, ¡Oh llamadas de sirenas, cerraduras y cerrojos tras dar las cinco!”[ii]
Se interesa por los poetas futuristas, futurianos, Jliébnikov, Eliséievich, Maiakowski, por su gusto por jugar con las palabras, por la arbitrariedad para crear nuevos vocablos, por explorar los límites de la metáfora. Le impresiona la técnica, pero no le emociona por encontrar una poesía urbanita, industriosa, forma y pura forma. Como en el metro de Moscú, sobrecogido por los alardes de belleza y tecnología, estética y pragmatismo. Miguel, de nuevo, se ve “bajo y blando en las aceras”; precisamente él, “alto de mirar a las palmeras”, “duro de convivir con las montañas”. Necesita respiros, menos programa y más corazonadas; encontrarse en el campo, con carreros, campesinas, maestras, ancianos de tez arrugada y uñas rotas.
El 7 de septiembre visitan Tula[iii]. Les acompaña un señor atildado que no parece ser de la ortodoxia, pronto reclama la atención de la intérprete para hablar con Miguel; la mirada serena y franca de Alexéi simpatiza a primera vista con la sonrisa amplia y los ojos encendidos del poeta. Confraternizan y le ofrece que al finalizar la visita oficial visiten Yasnaia Polyana, una pequeña finca en la que residen niños españoles evacuados de la guerra; quiere llevarlo a la escuela, quiere que pise barro y huela a caballos y a vacas, que sienta la verdadera esencia del pueblo ruso, que peregrine a la casa de los Tolstoi, su casa.
Mientras tanto, allí, la mañana había transcurrido al calor de las caballerizas. Después de la comida, algunos cabeceaban somnolientos alrededor de la estufa, que reinaba en mitad del salón donde se daban las clases menos prácticas. No había horarios ni maestros que fueran solo maestros, y la disciplina, cuando era posible, se mantenía por convencimiento, no por imposición. Los más inquietos, aburridos de hacer burlas a Sergei, el cochero, y de arrojarse pequeñas bolas de papel, se disponían a explorar las mesas y las estanterías en las que reposaban los libros. Libros que iba trayendo Lev, el maestro, para alimentar su apetito lector. Había días que era mera subsistencia, pero otros se convertía en voracidad. No había un horario fijo para leer pero sí un espacio en el que los alumnos más pequeños escuchaban leer a los mayores y discutir sobre lo que leían. En ocasiones, era el propio Tolstoi el que participaba en esas lecturas; presentaba y ponía a prueba sus propios relatos y escuchaba con atención la opinión de sus pequeños críticos; por otra parte, los más fiables.
Aquella tarde, todo apuntaba a buscar lecturas de centauros, de cascos resonantes, de gloriosos jinetes y caballos, habida cuenta de la actividad de la mañana; sin embargo, Alexéi había llevado a la sala unos folios arrugados bajo el brazo y se dispuso a dibujar en el suelo un mapa. Mientras explicaba lo que significaban sus trazos, el mero hecho de nombrar Sebastopol hizo que todos los que allí estaban, incluido el viejo cochero, lo rodearan y se dispusieran a escuchar, a volar con su imaginación hacia el mar, tan lejano en el espacio, pero tan próximo en las ensoñaciones de aquellos habitantes del interior. Miguel se abrazaba a sus niños y niñas españoles que apenas comprendían, pero asistían boquiabiertos al encanto del narrador. Así, “Relatos de Sebastopol” empezó a cobrar vida; allí se contaba la vida de los soldados y de los civiles sitiados durante la guerra de Crimea. Los chicos se enardecían con los gestos de heroicidad, de camaradería que se relataban; pero también se sobrecogían al hilo del relato de la toma de Malakoff, de las cargas sangrientas de la caballería ligera, del atronar de la fusilería, de tanta atrocidad. De pronto, Mihail Mïn, el hijo de una de las lavanderas de Alexéi, comenzó a llorar ruidosamente. Al principio todos le recriminaron que interrumpiera la lectura. Lev les mandó callar y preguntó a Misha sobre el porqué de su llanto. Entre jipidos acertó a preguntar: - por qué se matan.
La tarde que venía apagando sus luces se tornó gris, tirando a oscura; al mismo tiempo, la conversación se fue poniendo luminosa para hablar de paz entre aquellas paredes. Posiblemente, allí estaban los primeros pacifistas, y Miguel, emocionado, tal vez, ya inspirándose en “Tristes guerras”.
[i] Entrecomillados tomados de una carta a Josefina Manresa fechada en Moscú a 3 de septiembre de 1937.
[ii] De un poema de Boris Pasternak.
[iii] Esta parte final es una recreación que no corresponde con lo acontecido y constituye un relato de ficción, un alegato por la paz.
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