Allá por 1980, llegué a Alicante y hubo dos cosas que me deslumbraron, la luz y Miguel Hernández. La primera fue por radiante, azul, como un fogonazo, para siempre. Miguel fue también como un relámpago, al principio; fue el Miguel Hernández poeta-símbolo del heroísmo popular, del compromiso militante y de la lucha por la libertad: el poeta de Viento del pueblo. Después, un deslumbramiento, tal vez menos impetuoso pero continuo, con el poeta lunar, gongorista, de Perito en Lunas; por el poeta de las furias, las penas, la sangre y el barro de El rayo que no cesa. Del rayo, tormenta y turbión surrealista del Sino sangriento, de las Odas a Pablo Neruda y Vicente Aleixandre; de la crudeza de El hombre acecha. Luego, sorprendido, triste y profundamente emocionado por la dignidad del Cancionero y romancero de ausencia.
Cada vez leído, cada vez descubierto con un perfil más matizado del poeta, con menos fiereza revuelta, cada vez más valioso hasta en su inocencia primera y entusiasta. Cada vez más humano, menos mítico, trágicamente generoso y comprometido; hecho a las penas, pero en absoluto resignado. Hombre que viene y va de la alegría a la región esquiva, hombre que se va pero se queda, como el mar de los que son, de los que fueron, para siempre.
Por los 90, llegando al 50 aniversario de su muerte, resonaron otra vez sus ecos en mi mirada, encontrada con la suya, desde los muros de aquella cárcel: poetas del sacrificio. Redescubierto, releído, reclamado, para convertirse definitivamente en menos proscrito, menos olvidado; para ser universal, para ser metáfora de hablar y amar, para ser lección de ciudadanía, himno y canción para la paz.
Ya en 2010, con el centenario de su nacimiento, descubriendo su itinerario personal por Castilla-La Mancha, construyendo puentes, acueductos y trasvases de recuerdos, de afectos, de versos, de canciones, en definitiva de palabras; desde el Tajo hasta el Segura. Paradojas.
Miguel Hernández llegó a Castilla-La Mancha de la mano de la revista talaverana ‘Rumbos’, que dirigía el pintor Víctor González Gil y que publicó algunos poemas suyos allá por 1935 y desde donde se diseminó en los versos de Poemas del Toro que escribiera, su amigo y también talaverano, Rafael Morales, en 1943, con clara influencia de Miguel.
Sus ojos, azul de mar, se tornaron verde y miel recorriendo los paisajes de nuestra tierra en los trenes por Alcázar de San Juan y Albacete o camino de Andalucía por Valdepeñas y transitando trato y amistad con los Gregorio Prieto y Benjamín Palencia.
Las calles, las gentes, los paisajes de Guadalajara, seguro que fueron recorridos, conocidos, de palabra, junto a su amigo y camarada José Herrera Petere; extrañados con Buero desde Ocaña.
Allí, preso desde el 29 de noviembre de 1940 hasta el 24 de junio de 1941, quedó definitivamente derrotado y plagado de ausencias, antes de ser trasladado en su último viaje hasta el Reformatorio de Adultos de Alicante.
Desde aquí, se busca entre brisa moderada y viento fuerte que retome el sentido de la poesía y de los poetas. Como explicaba Miguel Hernández en su dedicatoria a Vicente Aleixandre en su Viento del pueblo: “Los poetas somos viento del pueblo, nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia cumbres más hermosas”.
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